viernes, 19 de junio de 2009

Edad contemporánea

Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 220 años, entre 1789 y el presente. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteando para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.
Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución Industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales: los privilegiados y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo: el movimiento obrero, en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte y la literatura, liberados por el romanticismo de las sujecciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios; se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas, escritos y audiovisuales, lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comienza con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.
Modernidad: Ruptura y continuidad


La Edad Contemporánea es una división reciente de la historia, ya que es el cuarto segmento de la vieja clasificación de Cristóbal Celarius en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna. De hecho, lo que para los historiadores de tradición latina es la "Edad Contemporánea" o "Época Contemporánea", para los historiadores anglosajones son los Late Modern Times (literalmente "Últimos Tiempos Modernos", traducible como "Edad Moderna Tardía" o "Edad Moderna Posterior"), en contraste con los Early Modern Times (literalmente "Tempranos Tiempos Modernos", traducible como "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior"). Es legítimo cuestionarse si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la Contemporánea.
Si se define la Modernidad como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos bien característicos (antropocentrismo -confianza en el ser humano por sobre lo divino-, idea de progreso social, énfasis en la libertad individual, valoración del conocimiento y la investigación científicas, etcétera), entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación de todos estos conceptos, que surgieron en Europa Occidental a finales del siglo XV y comienzos del XVI con el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden entenderse como la culminación lógica y exacerbación de esta cosmovisión respecto del período precedente. A partir de entonces, la confianza en el ser humano y en el progreso científico se manifestó en una ideología muy característica: el positivismo, que encontró su reflejo político en el liberalismo y en el secularismo, y religioso en el agnosticismo; llevado a su extremo, permitió el desarrollo del darwinismo social. A su vez, la doctrina de los derechos humanos, desarrollada con elementos anteriores, se plasmó para dar forma a la democracia contemporánea, que a partir del siglo XIX se fue extendiendo con distintas vicisitudes hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de gobierno en la actualidad, con notables excepciones.
Pero por otra parte, durante la Edad Contemporánea se desarrolló también un discurso correlativo que pone un fuerte énfasis en la llamada crítica de la Modernidad, y que en su vertiente más radical desemboca en el nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica de la Modernidad en el Romanticismo y su utopía de reencontrarse con las raíces históricas de los pueblos, o en la filosofía de Arthur Schopenhauer o más modernamente del Existencialismo, o en ideologías políticas como el comunismo, o en estilos artísticos como el teatro del absurdo, o en concepciones teóricas como el Postmodernismo, por mencionar tan solo algunos ejemplos puntuales. Pero por otra parte, la idea de reemplazar al ideal ilustrado de progreso y confianza optimista en las capacidades del ser humano, es en sí misma una noción progresista y de confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas "superaciones de la Modernidad" muchas veces son vistas a posteriori como nuevas variantes del discurso moderno.
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político), puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la Modernidad o sólo significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado. En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal decimonónico europeo clásico, regido por una minoría burguesa empecinada en la acumulación de capital, asentada sobre una gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos Estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.

Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de guerra Téméraire. Sus años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner)
Sin embargo, en el siglo XX, esta triple identidad (económica, social y política) se fue trizando. Por una parte, el surgimiento de una poderosa clase media, en particular gracias al desarrollo del estado del bienestar, tendió a limar la distancia entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por ideologías inspiradas en el marxismo, desde el comunismo más radical hasta las variantes más moderadas de socialismo; en el siglo XX, en el campo científico, los presupuestos del capitalismo fueron puestos a prueba por el desarrollo de la moderna Teoría de Juegos, que en muchos aspectos enmendó la plana a los planteamientos económicos clásicos de Adam Smith. En cuanto a los Estados nacionales, si bien numerosos pueblos y naciones del globo terminaron por convertirse en sendos Estados durante los siglos XIX y XX, éstos no siempre resultaron viables, y una cantidad numerosa de ellos terminaron degenerando en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, en particular cuando las fronteras se fijaron siguiendo los límites geográficos de los imperios coloniales en desintegración, que a su vez habían sido delimitados con criterios bien distintos al interés de las naciones sometidas a dichos imperios; por otra parte, los estados nacionales se transformaron, después de la Segunda Guerra Mundial, en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, debido a la hegemonía impuesta por los Estados Unidos y la Unión Soviética sobre ellos.
La desaparición de ésta y del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades -religiosas, sexuales, de edad, nacionales, grupales, culturales, deportivas- o actitudes -pacifismo, ecologismo- muchas veces competitivas entre sí.

La era de la Revolución (1776-1848)

En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una Revolución, y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución. Suele hablarse de tres planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el predominio del sector primario (Revolución Industrial); el social, caracterizado por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes, justificados por la ideología liberal (Revolución liberal).
Uno de los pilares de la sociedad contemporánea, en relación a todos los períodos históricos precedentes, es el proceso de industrialización acelerada que se vivió desde la Revolución Industrial en adelante. Esta se vivió en fechas distintas según el lugar y las influencias: segunda mitad del siglo XVIII (Inglaterra, cuna de la Revolución Industrial), primera mitad del XIX (Europa), segunda mitad del XIX (Estados Unidos, Rusia y Latinoamérica), primera mitad del XX (Japón), segunda mitad del XX (naciones africanas).
Con anterioridad, las sociedades agrarias que habían devenido en mercantiles gracias al intercambio comercial, seguían elaborando productos de manera artesanal, y por lo tanto, con bajas cuotas y altos costes de producción. La maquinización de muchos procesos que hasta entonces habían sido efectuados manualmente, permitió la elaboración de éstos en serie, lo que trajo varias consecuencias. En primer lugar, los costos de producción disminuyeron ostensiblemente, en parte porque al fabricarse de manera más rápida se invertía menos tiempo en su elaboración, y en parte porque las propias materias primas, al ser también explotadas por medios industriales, bajaron su coste. En segundo lugar, se produjo la estandarización de la producción, de modo que los pocos productos antiguos y exclusivos fueron reemplazados por muchos productos nuevos, pero todos iguales unos a otros. En tercer lugar, las sociedades industrializadas pudieron prescindir de mano de obra cualificada, contratando a obreros menos preparados y despidiendo a vastas cantidades de ellos, con el consiguiente problema social que implicaban las crecientes masas de desocupados y parados, la precarización del empleo, y la brutal desigualdad entre bajos salarios y altas exigencias laborales. En cuarto lugar, la disminución del costo de formar a obreros y artesanos liberó recursos para que sectores crecientes de la población pudieran acceder a una mejor educación, generando así una clase media que, con mayor o menor fortuna, consiguió ser un colchón entre los inmensamente ricos y los inmensamente pobres.
La Revolución Industrial se originó en Inglaterra. Varios factores influyeron en esto. Por una parte, Inglaterra era uno de los países con mayor disponibilidad de carbón, mineral indispensable para alimentar la máquina de vapor (debido a tener un poder calorífico mayor que la madera, el otro combustible tradicional), que fue el gran motor de la Revolución Industrial temprana. Por otra, la sociedad inglesa había atravesado una serie de guerras civiles en el siglo XVII, que derivaron en el reemplazo del Absolutismo por una monarquía parlamentaria que daba garantías para el emprendimiento individual. Síntoma importante de esto es el enorme desarrollo que en Inglaterra tenía el sistema de patentes industriales. Además, durante el siglo XVIII se construyó Inglaterra un gran imperio colonial que, a pesar de la pérdida de las Trece Colonias, emancipadas en la guerra de 1776 a 1781 (ver independencia de Estados Unidos), tenía a su disposición los riquísimos territorios de la India, entre otros, los cuales eran una fuente importante de materias primas para su industria. De ahí la facilidad con la cual Inglaterra pudo industrializarse, a finales del siglo XVIII.
Ya a finales del siglo XVII habían experimentos con calderas de vapor, y Thomas Newcomen había desarrollado en 1705 una máquina de vapor que mejoraba el trabajo en las minas. Pero fue en 1782 cuando James Watt incorporó un sistema de retroalimentación en la máquina de Newcomen, volviéndola así mucho más eficiente. El invento de Watt daría la vuelta al globo, y sería el primer salto hacia la industrialización. En paralelo, se desarrollaron nuevas técnicas agrarias, en lo que se denominó la revolución agrícola, y que permitió mejorar el rendimiento agrícola y ganadero; al mismo tiempo, inventos como la lanzadera volante y otros permitieron mecanizar el trabajo textil (revolución textil), poniendo a la industria textil inglesa a la cabeza de la producción mundial de telas.
Estas novedades no siempre fueron bien acogidas por la población. Entre la gente cundió el miedo a que las máquinas algún día reemplazarían por completo el esfuerzo humano, y de esta manera se terminaran las fuentes de trabajo. El miedo a la cesantía y al paro forzoso llevó a muchos obreros a revolverse, crear disturbios, y arrasar con las industrias que habían incorporado máquinas. Si bien por una parte disminuyeron los puestos de trabajo, la consecuencia más nefasta fue la rebaja en el nivel salarial, y por tanto, se abrieron las puertas a horarios de trabajos infames y al pauperismo.
Revoluciones políticas liberales
Contexto político e ideológico
En paralelo a la Revolución Industrial, el poder económico creciente de la burguesía chocaba con los privilegios de los dos estamentos sociales que conservaban sus prerrogativas desde la Edad Media, que eran el clero y la nobleza. Ya a finales del siglo XVII, los monarcas absolutos habían empezado a prescindir de los aristócratas para el gobierno, llamando como ministros a gentes de la burguesía, como por ejemplo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas de Luis XIV. De esta manera, los burgueses fueron cobrando conciencia de su propio poder. En el siglo XVIII abrazaron los ideales de la Ilustración. En respuesta, los monarcas absolutos adoptaron algunas ideas ilustradas, creando así el despotismo ilustrado, el cual a la larga se reveló como insuficiente para satisfacer las aspiraciones burguesas, que se inclinaban con fuerza cada vez mayor hacia un gobierno constitucional. Finalmente, ante la resistencia de la nobleza, el descontento de la burguesía estalló en forma de rebeliones populares contra los privilegiados. En las colonias con una burguesía ascendente, esto se manifestó en guerras de independencia, mientras que en las metrópolis, esto produjo movimientos revolucionarios.
En la ideología de estas revoluciones jugaron un papel importante dos nociones filosóficas y jurídicas íntimamente vinculadas, que son la moderna teoría de los derechos humanos por una parte, y el constitucionalismo por la otra. La idea de que existen ciertos derechos inherentes a los seres humanos es antigua, y se encuentra por ejemplo en Cicerón o la Escolástica, pero por lo general se lo asociaba a la religión o a una especie de orden supramundano. Los ilustrados (Locke, Rousseau...) defendieron la idea de que dichos derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos por igual, por el mero hecho de ser criaturas racionales, y por ende no son concesiones del Estado, ni tampoco tienen que ver con alguna condición religiosa como el ser "hijos de Dios", por ejemplo. La secularización de la política no implicaba necesariamente el agnosticismo o el ateísmo de los ilustrados, muchos de los cuales eran sinceros cristianos, mientras otros se identificaban con las posturas panteístas próximas a la masonería. El principio de tolerancia religiosa fue defendido con vehemencia y compromiso personal por Voltaire, cuyo alejamiento de la Iglesia católica le hizo ser el personaje más polémico de la época.-
También estos derechos son "derechos naturales", esto es, se oponen a los "derechos positivos", que son aquellos consagrados por los distintos ordenamientos jurídicos; vale decir, los derechos humanos se conciben como anteriores a la ley del Estado. "Los derechos del hombre son recogidos en una Constitución -por eso se pueden llamar constitucionales- pero no son creados por ella. Son derechos, según se dice en esas declaraciones, que pertenecen al hombre por ser quien es y no en virtud de ciertos hechos propios o ajenos, o de condiciones posteriores, como puede ser la nacionalidad, las preferencias políticas o la religión del individuo".[]
Pero como el Estado puede arrollar estos derechos, los ilustrados concibieron limitarlo mediante una Constitución Política, prefiriendo el imperio de la ley al gobierno del rey. Aunque los ilustrados podían diferir sobre sus preferencias en cuanto a la definición del perfecto sistema político, desde la mayor autoridad del rey hasta el principio de separación de poderes (notablemente Montesquieu en El espíritu de las leyes -1748-), prácticamente todos concordaban en la necesidad de dicha Ley Suprema que rigiera a la nación soberana. A su vez, esta Constitución debía ser generada por el pueblo y no por la monarquía o el gobernante, ya que se trata de una expresión de la soberanía, y ésta reside en la nación y en los ciudadanos, y por lo tanto, ya no en el monarca, como predicaban los teóricos defensores del Absolutismo (Hobbes, Bossuet). De ahí que los ilustrados defendieran, como representante de los derechos del pueblo, un parlamentarismo que podía ser más o menos amplio.
Cuesta no reconocer en todas estas concepciones, la gran influencia que sobre los teóricos políticos de la Ilustración tuvo el ejemplo político inglés, que después de 1688 decantó en una monarquía parlamentaria con plena separación de poderes. De hecho, la Constitución de 1787, que entró en vigencia en Estados Unidos está fuertemente imbuida en la tradición jurídica consuetudinaria británica. No es raro este contraste entre constitución escrita (Estados Unidos) y consuetudinaria (Inglaterra), si se piensa que el proceso jurídico británico se produjo en el lapso de unos 600 años, mientras que su equivalente estadounidense se produjo en apenas una década, y por tanto, el texto escrito se hizo indispensable para crear todo un nuevo sistema político desde la nada, mientras que esto no fue necesario en el caso británico, que había evolucionado fluidamente y había tenido tiempo de decantar en el paso de los siglos. De hecho se plasmaba en el prestigio de varios textos legales (algunos medievales, como la Carta Magna de 1215, otros modernos como el Bill of Rights de 1689), la jurisprudencia de tribunales con jueces independientes y jurados y los usos políticos, que implicaban un equilibrio de poderes entre Corona y Parlamento (elegido por circunscripciones desiguales y sufragio restringido), frente al que el Gobierno de su Majestad respondía. Las primeras constituciones escritas en el continente europeo fueron la polaca (3 de mayo de 1791)[] y la francesa (3 de septiembre de 1791). No obstante, el primer documento legal moderno de su tipo (más bien un ejercicio teórico y utopista que no se aplicó) fue el Proyecto de Constitución para Córcega que Jean Jacques Rousseau redactó para la efímera República Corsa (1755-1769).[]
Las primeras españolas aparecieron como consecuencia de la Guerra de Independencia Española: la redactada en Bayona por los afrancesados (8 de julio de 1808) y la elaborada por sus rivales del bando patriota en las Cortes de Cádiz (12 de marzo de 1812 llamada popularmente Pepa), tomada como modelo por otras en Europa. En la América Hispánica las primeras constituciones fueron creadas entre 1811 y 1812, como consecuencia del movimiento juntista, que fue la primera fase del movimiento independentista latinoamericano. El Congreso de Angostura, con la inspiración de Simón Bolívar, redactó la Constitución de la Gran Colombia (incluía las actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) el 15 de febrero de 1819.
Independencia de Estados Unidos

La primera página de la Constitución de los Estados Unidos de América (17 de septiembre de 1787) comienza con el célebre We the People ("Nosotros, el Pueblo"), que define el sujeto de la soberanía. El precedente inmediato había sido, además de la Declaración de Independencia, la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776). En los diez años siguientes, las primeras enmiendas conformaron lo que se denominó Carta de Derechos (1789). Desde entonces ha sido profusamente enmendada.
Los ingleses se habían instalado en Norteamérica desde el siglo XVII, dando lugar así a las Trece Colonias. Durante la gran guerra colonial que los ingleses emprendieron con los franceses (1756-1763), y que fue correlato americano de la Guerra de los Siete Años europea, los colonos estadounidenses cobraron conciencia de su propio poder. En los años siguientes, la metrópolis inglesa se condujo con poco tacto con las colonias, y tras el enfriamiento progresivo de relaciones, los colonos y los "casacas rojas", como se llamaba a las tropas inglesas por el color de su uniforme, tuvieron las primeras refriegas. En 1776, en un "congreso continental" reunido en la ciudad de Filadelfia, las Trece Colonias proclamaron la independencia. La guerra, liderada por George Washington por el lado colonial, terminó con la completa derrota de los ingleses en la batalla de Yorktown (1781), y la posterior admisión de la independencia (1783). Durante algunos años hubo dudas sobre si las Trece Colonias seguirían su camino como otras tantas naciones independientes, o si se unirían en una única nación. En un nuevo congreso celebrado otra vez en Filadelfia, el año 1787, acordaron finalmente una solución intermedia, conformando un estado federal con una compleja repartición de funciones entre la Federación y los Estados miembros, todo ello bajo el mandato de una única carta fundamental, la Constitución de 1787, la primera escrita en el mundo. La Federación, conocida como los Estados Unidos, se inspiró para su creación y para la redacción de su carta magna, en los principios fundamentales promovidos por la Ilustración, incluyendo el respeto a los derechos humanos, el individualismo, la democracia, etcétera, transformándose así en un ejemplo a seguir por los burgueses de otras latitudes, que encontraron aquí inspiración para los siguientes movimientos revolucionarios que vendrían.

Revolución Francesa e Imperio Napoleónico

Francia había apoyado activamente a las Trece Colonias contra su enemigo de siempre, Inglaterra, y había enviado tropas a cargo del Marqués de La Fayette para prestarles apoyo militar. Pero esto le costó caro a la monarquía francesa, y no sólo en términos monetarios. El gobierno de Luis XVI, bienintencionado, pero no demasiado competente, era enormemente impopular, y una serie de crisis económicas llevaron a la monarquía al borde del desastre, mientras que el pueblo y la burguesía pedía, como remedio para los males económicos, que tanto el clero como la nobleza pagaran impuestos, como el resto de los súbditos de la corona francesa. Ante la crisis, Luis XVI convocó a los Estados Generales, pero una vez reunidos, los diputados de la nobleza, el clero y los estamentos no privilegiados (el llamado "Tercer Estado") no pudieron ponerse de acuerdo sobre el sistema de votación (por clase favorecía a la nobleza y al clero, mientras que por diputado favorecía al Tercer Estado). Finalmente, el Tercer Estado se separó para formar su propia Asamblea Nacional. El 14 de julio de 1789, la situación se escapó de todo control cuando el pueblo de París, en un movimiento espontáneo, tomó la fortaleza de La Bastilla, símbolo de la autoridad real. El rey, sorprendido por los acontecimientos, pareció hacerles concesiones a los revolucionarios por un tiempo (éstos no querían, en principio, derrocarle, sino tan solo obligarle a aceptar una constitución), pero luego de un intento de fuga en 1791, fue prácticamente un prisionero de los representantes del Tercer Estado. La Constitución de 1791 tenía forma monárquica, pero en el fondo confería el poder a una Asamblea Legislativa, que gobernó a su amaño contra la nobleza y el clero. En 1792 Francia fue envuelta en guerra contra otras potencias vecinas (Austria y Prusia), decididas a aplastar el movimiento revolucionario antes de que el ejemplo se contagiase a sus territorios. Todo terminó en una degollina generalizada, el llamado Terror, que duró entre 1793 y 1795, y en el cual los restos de la aristocracia y el clero fueron barridos casi por completo (exiliados o ejecutados), así como el rey, para dar paso a un nuevo régimen político, el Directorio (1795-1799).
En medio de estos eventos hizo carrera Napoleón Bonaparte, un general que ganó popularidad a través de sus victorias en Italia y Egipto. En 1799 se sumó al golpe de estado que derribó al Directorio e instauró el Consulado; en 1804, Napoleón se proclamó Emperador de los franceses (no Emperador de Francia). Aunque finalmente derribado en 1815, Napoleón dejó un extenso legado tras de sí. Consciente de que no podía retomar el Derecho del Antiguo Régimen, pero sumergido en el marasmo de la atropellada y caótica legislación revolucionaria, dio la orden de compendiar todo ese legado jurídico en cuerpos legales manejables. Nació así el Código Civil de Francia o Código Napoleónico, inspiración para todos los demás estados liberales, y que contribuyó a propagar la Revolución en cuanto superestructura jurídica que expresaba la sociedad burguesa-capitalista. A éste código siguió después un Código de Comercio, un Código Penal y un Código de Instrucción Criminal, este último antecedente del derecho procesal moderno. También emprendió una serie de reformas administrativas y tributarias en Francia, que eliminaron muchos privilegios y fueros territoriales a favor de una nación unitaria y centralizada. En su campaña contra los privilegios creó también la Legión de Honor, la más alta distinción del Estado, que reconocía no el privilegio de cuna o la riqueza, sino el mérito personal. De esta manera, el régimen político, jurídico e institucional de Napoleón Bonaparte, inspirado en los ideales revolucionarios de 1789, se transformó en modélico para el mundo.
Independencia de Latinoamérica

En América, sometida desde el siglo XVI al dominio colonial español, se había formado durante el XVIII una próspera clase mercantil, que veía con malos ojos los intentos de la metrópoli por mantenerlos sometidos a numerosas trabas administrativas, legales, burocráticas o mercantiles, bien sea por mala fe, bien sea por miedo al poder que los burgueses pudieran desarrollar, bien sea por hacer la guerra económica a otras naciones europeas impidiéndoles comerciar con América, o bien sea por simple inepcia. El caso es que numerosos burgueses americanos, los criollos, buscaban no emanciparse, pero sí cambiar las relaciones entre la metrópoli y las colonias; sólo algunos exaltados operando en la sombra, la mayor parte de ellos agrupados en logias masónicas como la Logia Lautarina, buscaban verdaderamente la independencia.
La oportunidad vino con el cautiverio de Fernando VII de España, a manos de la invasión napoleónica. Napoleón Bonaparte envió emisarios a América para exigirles su fidelidad, pero los criollos, quizás espoleados por el fracaso de Napoleón en retener la Luisiana (vendida a Estados Unidos en 1803), se negaron a someterse, y para preservar el poder de Fernando VII, se abocaron al movimiento juntista, preservando su poder en Juntas de Gobierno convocadas en cada capital de gobernación o virreinato, pero a un tiempo aprovechando la ocasión para introducir reformas económicas, incluyendo la libertad de comercio o la libertad de vientres. Todo esto fue mal visto por los elementos más fidelistas, quienes hicieron la guerra a los juntistas, a veces abiertamente y por mano militar. Tampoco le agradó este estado de cosas a Fernando VII, quien salió del cautiverio en 1814 y apoyó una serie de acciones militares para abatir a las colonias, cada vez más emancipadas. Los patriotas, ahora resueltos no a obtener beneficios sino a emanciparse derechamente, formaron sendos ejércitos, y en campañas militares de varios años, consiguieron libertar América: José de San Martín invadió Chile desde Argentina (1817), y luego saltó desde ahí al Perú, con el apoyo del gobierno de Bernardo O'Higgins (1822), mientras que Simón Bolívar emprendió una marcha triunfal por Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, hasta que uno de sus lugartenientes, el Mariscal José de Sucre, venciendo en la Batalla de Ayacucho (1824), derrotó al último bastión realista. Paralelamente, en México, hubo un movimiento revolucionario propio, que llevó a la proclamación de la independencia por Agustín de Iturbide, quien casi de inmediato se proclamó Emperador de México.
A pesar de los ideales panamericanos de Simón Bolívar, que aspiraba a reunir a todas las repúblicas, a semejanza de las Trece Colonias, éstas no sólo no se reunieron, sino que siguieron disgregándose. La Gran Colombia duró hasta 1830 y se escindió en Ecuador, Colombia y Venezuela; por su parte Uruguay se independizó de Argentina en 1828; y un intento por crear una Confederación Perú-Boliviana terminó con su derrota militar a manos de las tropas chilenas, en 1839.
Otros movimientos y ciclos revolucionarios
La denominada era de las revoluciones extendió el ejemplo estadounidense y francés. En algunos casos, de forma simultánea a éstas y con mayor o menor éxito, como ocurrió en algunas ciudades autónomas de Europa (Lieja en 1791, por ejemplo). En la primera mitad del siglo XIX se han determinado una serie de ciclos revolucionarios: las denominadas revolución de 1820 o ciclo mediterráneo (iniciada en España y extendida a Portugal e Italia, y de un modo menos vinculado, a la sublevación de los griegos, que se emanciparon del Imperio Otomano en 1823), revolución de 1830 y la revolución de 1848 o primavera de los pueblos.
Fuera del mundo occidental, aunque no puede hablarse de movimientos revolucionarios desencadenados por causas socioeconómicas similares (revolución burguesa), sí se suele a veces utilizar el término revoluciones para designar a uno u otro de los diferentes movimientos occidentalizadores o modernizadores que se implantaron con mayor o menor éxito en uno u otro país, y que estaban inspirados de un modo más o menos lejano en la idea de progreso, la Ilustración o alguna referencia más o menos explícita a alguno de los ideales de 1789. Generalmente, en ausencia de base social, fueron promovidos desde el poder o círculos próximos a él, y explícitamente condenaban lo que de desorden o desestabilización pudiera tener el término revolucionario: Era Meiji en Japón (1868), los denominados Jóvenes Otomanos y Jóvenes Turcos en el Imperio Otomano (1871 y 1908), el levantamiento de Wuchang de 1911 que abolió el Imperio Chino (Revolución de Xinhai), distintas iniciativas de reforma del Imperio ruso (como la abolición de la servidumbre de 1861) etc.; y que llegaron cronológicamente hasta la Primera Guerra Mundial
Reacción contra la Ilustración: el Romanticismo

Todos estos movimientos revolucionarios encontraron concreción intelectual en el Romanticismo. Los antecedentes del mismo se encuentran ya en la segunda mitad del siglo XVIII, con obras literarias como Las desventuras del joven Werther de Goethe, o la novela gótica de Horace Walpole y sus epígonos. Sin embargo, en la época predominaba el espíritu del Neoclasicismo. De hecho, aunque suele verse al Romanticismo como una reacción contra el Neoclasicismo, la verdad es que entre uno y otro movimiento se produjo una transición bastante pausada, hasta el punto que hay quien afirma, quizás de manera un tanto extrema, que son dos fases de un mismo movimiento intelectual.[] Por lo pronto, es sintomático que la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico, movimientos ambos de rebelión contra el Antiguo Régimen, estén asociados artísticamente no con el Romanticismo que por entonces nacía, sino con el Neoclasicismo, y que el gran pintor de escenas revolucionarias sea el neoclásico Jacques-Louis David.
El Romanticismo se caracteriza por conferirle la máxima importancia al sentimiento, incluso la pasión, por sobre el racionalismo. También prestaba suma atención a las peculiaridades y particularidades de cada pueblo o nación, desembocando así en un fuerte nacionalismo. Este énfasis doble confluyó en una sostenida investigación de las raíces de cada pueblo y nación, en la búsqueda de lo que los alemanes llamarían el Volkgeist o "Espíritu del pueblo". En ese sentido, se opone decididamente a la Ilustración, que confería un énfasis supremo a la Razón, y que por lo mismo, aspiraba a un carácter universalista o ecuménico.
El Romanticismo encontró su más fuerte expresión en el arte romántico. La literatura romántica se llenó de tipos literarios atormentados y zaheridos por las pasiones, en lucha constante contra una sociedad que se niega a darle libertad al individuo. En Inglaterra destacan entre otros Lord Byron, Percy Shelley y Mary Shelley, quienes vivieron vidas tempestuosas y murieron jóvenes. En Italia se alza la figura de Alessandro Manzoni. En España, el Romanticismo se plasma en José Zorrilla, quien con su Don Juan Tenorio replantea el mito barroco que plasmara Pedro Calderón de la Barca en El burlador de Sevilla. En Estados Unidos emerge la figura de Edgar Allan Poe. Este Romanticismo literario fue muy combatido inicialmente, en parte por su postura transgresora, y en parte por la actitud desenfadada y anticonvencional de sus representantes, quienes llevaron vidas escandalosas para la época. El enfrentamiento definitivo se produjo en 1830, cuando un joven Víctor Hugo estrenó su obra teatral Hernani, desatando una verdadera batalla campal entre los románticos y los acostumbrados al teatro neoclásico. A partir de este evento, conocido informalmente como la batalla de Hernani, el Romanticismo literario se impuso plenamente en Francia. Una importante veta del Romanticismo fue la exploración de las antiguas tradiciones populares, que llevaron a obras como las recopilaciones de cuentos de los Hermanos Grimm, o a la redacción de una versión definitiva del ciclo mitológico de Finlandia en el moderno Kalevala.
También hubo una importante Pintura romántica, que se abrió paso con enormes contratiempos. En su época, la pintura La balsa de la Medusa (1822), resultó enormemente escandalosa, debido no sólo a su técnica, sino también porque fue interpretada como una metáfora de Francia hundiéndose bajo el gobierno de Carlos X. Quizás la pintura romántica más significativa sea La libertad conduciendo al pueblo, de Eugenio Delacroix. También el Romanticismo alcanzó a la Música, a partir de las últimas obras de Beethoven. Los músicos románticos, como Héctor Berlioz, Giuseppe Verdi, Nicolás Paganini, Fryderyk Chopin o Robert Schumann, quebraron la rígida tradición clásica, dándose mayores libertades compositivas y acentuando los efectos musicales por sobre la forma.
Pero no se agota allí el espíritu romántico. En el Derecho encontró lugar en las tesis de Savigny, cabeza de la Escuela histórica del derecho, quien propugnaba la necesidad de encontrar el verdadero Derecho Alemán, expurgando el a su juicio extranjero e intruso Derecho Romano. Y en Filosofía, con su reacción frente al criticismo racionalista de Inmanuel Kant, el idealismo de Friedrich Hegel es su máxima plasmación.
El Romanticismo terminaría alcanzando su triunfo pleno y aceptación hacia la década de 1840. A partir de entonces iniciaría un largo declive. Quizás el último literato romántico sea Gustavo Adolfo Bécquer, fallecido en 1870. Y el último músico que puede ser considerado como un romántico, Piotr Ilich Tchaikovski, vino a fallecer recién en 1891.
La cuestión social y el movimiento obrero
Explotación industrial y pauperismo

La combinación de la Revolución Industrial con los ideales democráticos de la Revolución Francesa produjeron mortíferos efectos sociales. En su campaña por acabar con los privilegios, los revolucionarios promovieron el principio de libertad contractual, y acabaron con los restos de los gremios, organizaciones sociales del trabajo que databan de la Edad Media. La consecuencia es que los trabajadores perdieron poder negociador, al no ser protegidos jurídicamente los contratos de trabajo, y por ende, el trabajo en sí se hizo mucho más precario. Surgió de esta manera el fantasma del pauperismo, la extrema pobreza. Además, la mejora en la explotación agrícola llevó a que muchos campesinos abandonaran el campo y buscara su futuro en la ciudad, enrolándose en las filas de los obreros, agudizando así la crisis entre unos pocos que empezaron a concentrar los medios de producción, y una vasta mayoría que trabajaba jornadas laborales de 14 o 16 horas diarias, sin descanso semanal, por salarios de hambre y miseria. Estas durísimas condiciones laborales fueron retratadas en varias novelas de la época, como por ejemplo Los miserables de Víctor Hugo, o Oliver Twist de Charles Dickens.
Uno de los efectos colaterales de estos cambios sociales, es el incremento de la emigración. Campesinos arruinados y obreros sin nada que perder, decidieron abandonar Europa y tentar suerte en otras naciones. Una de las mayores emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna en Irlanda de 1847, que llevó a numerosos irlandeses a cruzar el Océano Atlántico e instalarse en los Estados Unidos. Algo después, por mencionar otro ejemplo, el agente chileno Vicente Pérez Rosales reclutó a un buen contingente de alemanes para instalarlos en el sur de Chile, en calidad de colonos.
Pero la mayor parte de los obreros no podía, o simplemente no quería, marcharse a tentar suerte en otro lugar. Las grandes revoluciones (la Revolución de 1830 o la Revolución de 1848) tuvieron un fuerte componente social, en particular en Francia, y los dirigentes defensores de los intereses de los obreros tuvieron destacada participación (si bien, a la larga, la Revolución de 1848 terminó decantándose en el Segundo Imperio de Napoleón III).
Socialismo y anarquismo

La percepción del papel de las masas populares como agente histórico se hizo evidente para los observadores contemporáneos y para la historiografía desde la Revolución Francesa (Jules Michelet), pero quien le dio máxima importancia fue la definición del concepto marxista de clase obrera. En la actualidad se suele considerar que el paradigma del materialismo histórico ha dejado de ser el dominante (como lo fue en el ambiente universitario en las décadas centrales del siglo XX, hasta años después del mayo francés de 1968); habiendo recibido críticas desde posturas de derecha, así como su revisión desde la propia izquierda. Autores ingleses como E. P. Thompson reivindican un menor mecanicismo para el estudio de la formación de la clase obrera y el concepto de conciencia de clase, utilizando las mismas sofisticaciones teóricas que tiene la antropología cultural con las sociedades primitivas.[]
A nivel doctrinal, surgieron varias ideologías que tendían a responder al liberalismo, a cuya exagerada aplicación hacían responsable de la grave crisis social.
Una de estas respuestas fue el anarquismo (del griego, "sin jefes"). Los anarquistas predicaron que las reglas coactivas en sí eran nefastas, y que debían ser abolidas por completo, en particular el Estado, que se sostendría por la coacción y así logra imponer una economía monopólica burguesa, para derivar a una sociedad en donde los seres humanos se regularan a sí mismos por la vía de contratos enteramente privados. Se dividió en varias vertiendes, básicamente las "evolucionarias" y las "revolucionarias". Una de ellas, de índole pacifista, encarnada entre otros por León Tolstoi, sostenía que debía llegarse a esa sociedad anarquista por medios no violentos, e intentaron crear comunidades que fueran ejemplares de este modelo de sociedad. Otra vertiente, violenta, preconizada por Mikhail Bakunin, sostuvo que los gobiernos debían ser derribados por la fuerza, haciendo de los métodos insurreccionales un método de lucha contra la opresión de los gobiernos, teniendo destacada participación en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX.
Otra vertiente de pensamiento, algo más elaborada, fue el grueso tronco de los socialismos. A comienzos del siglo XIX, una serie de pensadores planificaron utopías sociales en las cuales se redistribuían los bienes para evitar la crisis social. Algo después llegó Karl Marx, quien los calificó despectivamente de socialistas utópicos, por sostener que sus modelos no eran sostenibles en la realidad, en contraposición a sus propias ideas, a las que calificó de socialismo científico. El marxismo, muy inspirado en el pensamiento de Friedrich Hegel, preconizaba la lucha entre los dueños del capital (la burguesía) y los trabajadores, debiendo imponer los segundos una dictadura del proletariado, como fase previa a la abolición completa del Estado, expresando estas ideas en su obra clave, El capital.
Marx no se conformó con ser un simple pensador, sino que pasó a la acción. Durante la Revolución de 1848 lanzó su Manifiesto comunista, con la célebre frase "¡Trabajadores del mundo, uníos!". Luego del fracaso de 1848, participó en las actividades de formación de la Primera Internacional, en colaboración con el ya mencionado Bakunin, del cual finalmente terminaría por separarse, debido a sus discrepancias ideológicas y políticas.
Aunque repudiadas en su forma pura, las ideas socialistas fueron adaptadas con posterioridad por numerosos actores políticos. En Alemania, como respuesta al régimen de Otto von Bismarck, surgió un Socialismo alemán que se encauzó dentro de las vías partidistas. En Inglaterra, los simpatizantes del socialismo decidieron proceder con moderación, y arribaron así al Socialismo fabiano; la Sociedad Fabiana terminaría transformándose, con el tiempo, en la semilla del futuro Partido Laborista de Inglaterra.
Leyes sociales
La enorme presión social acumulada llevó a los políticos más perspicaces a la dictación de leyes que protegieran a los trabajadores. Se prohibió, o al menos se limitó, el trabajo infantil, mientras que se tomaron resguardos para el trabajo de las mujeres. Estas leyes pueden ser rastreadas en fecha tan temprana como 1830, aunque fueron esfuerzos esporádicos e inorgánicos. También se fue permitiendo poco a poco la actividad sindical, aunque en muchos países la conformación de un sindicato siguió siendo un acto ilegal. El primer cuerpo de leyes más o menos orgánico que protegía a los trabajadores, fue dictado por iniciativa de Otto von Bismarck, quien a pesar de ser de derecha, y por tanto vinculado a los intereses políticos e industriales de la aristocracia prusiana, estaba interesado en arrebatarle banderas de lucha a los socialistas.

El rol de la mujer

Durante el siglo XIX, la mujer siguió ocupando un rol social de segunda fila, y persistió su papel como moneda de cambio, por vía de matrimonio, entre diversos patrimonios familiares vinculados a los grandes capitales. Ya a finales del siglo XVIII hubo mujeres que propugnaban la emancipación femenina, como por ejemplo la inglesa Mary Wollstonecraft, o la revolucionaria francesa Olimpia de Gougues, que propugnó una Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana como complemento a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Pero fueron casos aislados, y en todo caso intensamente combatidos; la hija de la mencionada Mary Wollstonecraft, Mary Shelley (autora de Frankenstein, por ejemplo, tuvo que escapar de Inglaterra para poder vivir su romance con Percy Shelley. Incluso ya entrando el siglo XX, defensores de los derechos de la mujer como Bertrand Russell fueron ácidamente criticados por sus posturas.
A finales del siglo XIX, surgió un intenso movimiento social a favor de las mujeres, que encontró su bandera en la conquista del derecho a voto. Este movimiento fue el de las sufragistas, y empezaron a conquistar varios éxitos a partir de 1902, fecha en la que se admitió el derecho a voto femenino en Nueva Zelanda, y luego en otras naciones de la Tierra. Sin embargo, habría que esperar hasta la Primera Guerra Mundial para que el movimiento de emancipación femenina cobrara verdadera fuerza.

La crisis de los treinta años (1914-1945)

No parece muy exagerada tal denominación, debida al historiador Arno Mayer,[] para tres décadas que incluyen las dos guerras mundiales y el convulso período de entreguerras, con la descomposición de los Imperios Austrohúngaro, Turco y Ruso; la agudización de las tensiones sociales que llevaron a revoluciones como la Mexicana, la Rusa y la llamada Revolución Española simultánea a la Guerra Civil; la crisis del sistema capitalista manifiesta desde el Jueves Negro de 1929; y el surgimiento de los fascismos y sistemas políticos autoritarios; al tiempo que se desarrollan los primeros Estados Sociales de Derecho, como la República de Weimar, prácticas de pacto social como los Acuerdos Matignon y se aplican las teorías económicas de John Maynard Keynes (divergentes del liberalismo clásico) en los programas intervencionistas del New Deal de Franklin Delano Roosevelt.


Las Guerras Mundiales

El fin de la Guerra Franco-Prusiana, en 1871, inició una realineación de las fuerzas políticas en Europa. Inglaterra y Francia, enemigos decididos desde la época napoleónica, habían unido fuerzas, en particular desde el final de la Guerra de Crimea en 1856, para sostener al Imperio Otomano e impedir la salida de Rusia al Mar Mediterráneo. Para contrarrestar esto y evitar un revanchismo francés, Otto von Bismarck, el Canciller de Alemania, tendió lazos con el Imperio Austrohúngaro, al que había derrotado en 1866. Cuando Italia ingresó a la alianza en 1881, nació la llamada Triple Alianza. Bismarck intentó romper la alianza de Inglaterra y Francia, pero esto sólo consiguió un rechazo por parte de Inglaterra, y el acercamiento de Francia a su antiguo enemigo, Rusia, conformándose así la Triple Entente o Entente Cordiale. Así, en 1893 se habían configurado los bandos que después tomarían parte en la Primera Guerra Mundial.
A su vez, los imperios coloniales habían alcanzado su máxima expansión, y ya no habían nuevas tierras por conquistar o anexarse. Por lo que cualquier intento por imponerse a los rivales europeos, pasaba por aplastarlos en una guerra total. Entre 1871 y 1914, con la excepción de los Balcanes, Europa vivió en paz, pero que era conocida, y no por nada, como la paz armada. Se inició también una veloz carrera armamentista, en la cual crecieron los ejércitos, se desarrollaron nuevos inventos (la ametralladora, el alambre de púa o los gases tóxicos), que harían una guerra futura bien diferente, y mucho más demoledora, que las Guerras Napoleónicas a las que los generales europeos estaban acostumbrados a jugar en sus cuartos de estrategia.[] El resultado sería la gran guerra general de 1914 a 1918, que haría saltar para siempre al viejo orden del Congreso de Viena.



La Primera Guerra Mundial y sus consecuencias

En 1914 un incidente internacional menor, el llamado atentado de Sarajevo, le dio pretexto a Austria para presionar a Serbia, una de las jóvenes repúblicas nacidas sobre las cenizas del cada vez más decrépito Imperio Otomano. El ultimátum de Austria a Serbia puso en marcha la red de alianzas y pactos defensivos, y en pocos días, Europa se vio sumergida en una violenta guerra general. Alemania se jugó la baza del Plan Schlieffen, que implicaba una maniobra de tenazas que acorralara a los franceses como en Sedán, en 1870, después de lo cual podrían volverse para repeler a los rusos. Pero la operación salió mal, se llevaron a cabo maniobras envolventes que resultaron inútiles, y pronto el frente de batalla quedó estacionario en la desgastante guerra de trincheras. En el frente ruso, por su parte, debido a la inepcia de los altos mandos del Zar, los alemanes no tuvieron mayores problemas en controlar el frente, e incluso llegaron a liquidarlo en 1918. Pero era demasiado tarde para ellos, porque a consecuencias de la guerra submarina, Estados Unidos había entrado al conflicto, y con su apoyo, Inglaterra y Francia pudieron quebrar el frente y derrotar a Alemania.
Sobrevino entonces un nuevo orden internacional, nacido del llamado Tratado de Versalles y otros anexos, firmados en 1919, y que condenaron a la disolución a los imperios centrales (Alemania, Austria, el Imperio Otomano), y que se basó en el principio de soberanía nacional. Se impuso también una durísima indemnización a Alemania, que arrojó a la recientemente creada República de Weimar al caos económico y político. Para garantizar el nuevo orden internacional se creó por primera vez un organismo supranacional, que pretendía limitar la soberanía absoluta de los Estados; era la Sociedad de Naciones, en cuyo seno deberían resolverse los conflictos del futuro sin recurrir a la vía armada. Sin embargo, la exclusión de Alemania y la Unión Soviética, más el rechazo del Congreso de los Estados Unidos a la admisión estadounidense en la Sociedad, la condenó a ser una suerte de "club de amigos" de Inglaterra y Francia, mostrando con el paso del tiempo una dramática inoperancia frente a los sucesos que desembocarían en la Segunda Guerra Mundial.
Por su parte, descontento el pueblo ruso contra sus dirigentes, se alzaron en armas y derrocaron al Zar Nicolás II, reemplazándolo por una república de corte liberal. Sin embargo, el gobierno cayó pronto en el caos, lo que aprovecharon los bolcheviques (comunistas) para hacerse del poder, en la Revolución Rusa (octubre de 1917). El resultado de este proceso fue el derrumbe del régimen de los zares, y el surgimiento en su reemplazo de la Unión Soviética, de clara inspiración tecnocrática, estatista y marxista. Pronto, la Unión Soviética se ofreció al mundo como modelo político alternativo al capitalismo democrático e industrial defendido por los Estados Unidos, sembrando las semillas de lo que a futuro sería la Guerra Fría.


La Segunda Guerra Mundial

En los llamados locos veinte, la economía de Estados Unidos fue presa de la especulación bursátil. El resultado fue la Gran Depresión de 1929, que no sólo arruinó a Estados Unidos, sino que también a la mayor parte del mundo. Se generó ahí un caldo de cultivo para el totalitarismo de cualquier clase. El comunismo se hizo popular, pero también vinieron los imitadores de Benito Mussolini, el caudillo que había impuesto el Fascismo en Italia (1922), y cuyo más aventajado discípulo fue Adolfo Hitler.
Apenas llegó al poder en Alemania (1933), Hitler inició una dura política internacional, que lo llevó a la anexión de varios territorios y repúblicas. Cuando invadió a Polonia, en 1939, Inglaterra y Francia respondieron con la declaración de guerra. Sobrevino entonces una nueva conflagración general, aún más dura que la anterior, y que sólo culminó con la destrucción completa del Tercer Reich y de sus aliados, Italia y Japón. El fin de la guerra significó también la ruina definitiva de las potencias imperialistas europeas, ahora decisivamente superadas por Estados Unidos y la Unión Soviética, pero también marcó el estreno de la bomba atómica, lo que generó un nuevo apocalíptico escenario internacional: era la primera vez en toda la historia universal que el ser humano disponía de la tecnología necesaria para aniquilarse a sí mismo como especie.


Medio Oriente y el petróleo

La más grande zona de conflicto en el mundo durante la Guerra Fría fue el Medio Oriente. Esta región, relegada desde el siglo XVI a ocupar un rol secundario en la política internacional, se transformó bruscamente en la más gravitante del planeta, cuando sus inmensas reservas petroleras le otorgaron un monopolio casi absoluto sobre el mercado energético mundial. Sin embargo, después de la desintegración del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, esta región quedó atomizada en varios territorios (Siria, Líbano, Jordania, Iraq, etcétera). Para colmo, bajo la influencia del nacionalismo del siglo XIX, había surgido el sionismo, que pretendía obtener un Estado Nacional judío en Palestina. Esta ambición se concretó en 1948, con la creación de Israel. En respuesta, Israel y el mundo árabe se han visto enfrascados en cuatro guerras abiertas (la guerra de 1949, la invasión anglofrancesa contra el Canal de Suez en 1956, la Guerra de los Seis Días y la Guerra de Yom Kippur), y en un estado permanente de tensión con la población palestina del territorio, incluyendo la aparición de grupos terroristas.

El fin de la Guerra Fría

La entrevista entre Mao Tsé Tung y Richard Nixon (29 de febrero de 1972) marcó el comienzo de un acercamiento estratégico entre los Estados Unidos y China, uno de los elementos decisivos para entender la evolución mundial hasta la actualidad.

Endurecimiento de la Guerra Fría

Durante la década de 1970, el mundo empezó nuevamente a marchar hacia un ambiente de tensión política. Se produjeron movimientos conservadores en todo el mundo: los telepredicadores de Estados Unidos, el fortalecimiento del ala conservadora en el Vaticano, el llamado despertar islámico, etcétera.
En 1981 asumió Ronald Reagan como Presidente de los Estados Unidos. Con una política abiertamente agresiva hacia la Unión Soviética, a la que calificó sin ambages como el "imperio del mal", empezó a promover el final de la Guerra Fría mediante, entre otras estrategias, el establecimiento en el espacio exterior de un sistema de intercepción de misiles balísticos, la llamada Iniciativa de Defensa Estratégica, bautizada socarronamente por la prensa como "Star Wars", por parecer tan de ciencia ficción como la película La guerra de las galaxias, en ese entonces de moda.
Consecuencias del derrumbe de la Unión Soviética
La caída del bloque comunista provocó una serie de cambios políticos internacionales. Dentro del propio ámbito antiguamente comunista convivían una serie de problemáticas étnicas y religiosas oprimidas durante años por el autoritarismo soviético, y que estallaron con toda su fuerza. Así, la antigua Yugoslavia, ahora disuelta, se fragmentó en naciones como Serbia y Croacia, que muy pronto se hicieron la guerra entre sí. Por otra parte surgieron movimientos separatistas, como el de Chechenia, duramente reprimido por los nacionalistas rusos. Muchas naciones del antiguo bloque comunista miraron hacia la Europa Occidental, buscando y consiguiendo su ingreso a la flamante Unión Europea.
El camino de la Unión Europea había sido largo. En 1949 la unión comercial de Bélgica, Holanda y Luxemburgo había dado lugar al Benelux, que funcionó en parte como un modelo en miniatura para lo que después iba a ser la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA); de ella se gestó la Comunidad Económica Europea. En el mismo 1989 en que se desplomaba el bloque soviético, la primitiva comunidad económica derivó en una relativa unidad política, generando un Parlamento Europeo. La unión de las naciones europeas no estuvo exenta de distintas fricciones, en particular considerando el largo historial de tensiones nacionalistas y guerras entre distintas naciones, resultando en ese sentido emblemática la unión de Francia y Alemania Occidental en un proyecto económico y político paneuropeo común, así como la tardía unión de Inglaterra a la Comunidad Económica Europea. Este proceso de unificación se vio complicado después de 1989, con la incorporación de nuevos actores políticos (los países de Europa del Este), en particular debido a los frágiles equilibrios derivados de la existencia de una moneda común, el euro.
Fuera de Europa, China avanzó en su propio camino. Después de la muerte de Mao Tsé-Tung, en 1976, se produjo una apertura en el régimen comunista chino, el cual intentó la empresa de generar una economía de mercado sin sacrificar el régimen político comunista de partido único. Después de 1989, sin la tutela de la Unión Soviética, China consiguió imponerse en el mundo como una de las más grandes superpotencias.
Por su parte, el fin de la Guerra Fría trajo a Estados Unidos una década de relativa paz y prosperidad. Es sintomático que los estadounidenses hayan dejado de votar en este período a los republicanos, tradicionales representantes del nacionalismo, para darle el poder al Partido Demócrata, con Bill Clinton a la cabeza (1992-2000).
En América Latina, por su parte, después de un largo período de dictaduras, se produjo una liberalización política que llevó a la construcción de nuevos regímenes democráticos. Sin embargo, no en todos los casos éstos resultaron exitosos, y los tradicionales pronunciamientos militares o los estallidos populares no desaparecieron por completo del mapa.
¿"Fin de la Historia" o "Choque de civilizaciones"?

Las tecnologías de la globalización

En forma paralela a la drástica reducción en el número de superpotencias mundiales, el avance de la occidentalización se vio apoyado por toda una serie de nuevos inventos que aceleraron las comunicaciones a lo largo de todo el planeta. Ya el telégrafo en 1847 había contribuido a conectar lugares lejanos casi en tiempo real, y luego el teléfono, la telegrafía sin hilos y numerosos otros aparatos permitieron la comunicación a grandes distancias. A comienzos del siglo XX se masificaron tanto la radio como el cine, que sirvieron como vehículos de la cultura occidental hacia tierras a veces muy distantes; a estos dos inventos se sumó, desplazándolos en buena medida aunque sin llegar a reemplazarlos, la televisión. Surgió también la moderna publicidad de masas.
Todos estos inventos permitieron que las ideas viajaran a distancias cada vez mayores. En la década de 1960 empezó a hablarse seriamente de la aldea global, para describir este fenómeno. Sin embargo la computación, la tecnología decisiva para la globalización aún estaba en pañales. El primer computador fue ENIAC, desarrollado en el ambiente universitario en 1943, pero los computadores no empezaron a mostrar su verdadero potencial sino hasta la aparición del microtransistor. A partir de entonces, era sólo cuestión de tiempo antes de que se desarrollaran conceptos tales como Internet, correo electrónico, intercambio de archivos en línea, la blogósfera, etcétera.
Aunque es demasiado prematuro señalar hacia dónde llevan estos cambios, lo cierto es que la combinación de revolución informática y otra nueva línea de avances, la ingeniería genética, han llevado a un cambio de la mismísima concepción del ser humano, desplazando al menos en parte las ideas humanistas sostenidas desde el Renacimiento, y en particular desde la Revolución Francesa. Este cambio ha encontrado concreción artística en un nuevo movimiento cultural, el cyberpunk, que siguiendo las pautas de integración multimedia de la globalización, concentra cine, música, televisión, literatura y moda a su alrededor.

Globalización y antiglobalización


El empuje del movimiento globalizador ha llevado al problema de tomar postura frente al mismo. Quienes son favorables a la globalización argumentan que ésta facilita el libre intercambio de ideas, la expresión individual y el respeto por los derechos de las personas, además de que debido al progreso tecnológico este fenómeno es virtualmente imparable. Sus detractores, en cambio, suelen opinar que la globalización es unilateral, ya que promueve una cultura particular (la estadounidense) como aquella que debiera imponerse a todo el planeta, que la globalización arrasa con las minorías culturales, lingüísticas y religiosas en el resto del mundo, y que los defensores de la globalización la fomentan para defender sus propios intereses económicos. No existe una unidad de intereses ni de expresión en estos movimientos, que incluyen desde la defensa del proteccionismo agrario (José Bové) hasta los más clásicas protestas sociales antes expresadas en el movimiento obrero, el ecologismo y el pacifismo. La respuesta a la globalización se ha organizado en torno a redes sociales dinámicas con el denominado movimiento antiglobalización o altermundialismo, iniciado de forma más o menos espontánea en las manifestaciones de Seattle (1999) como respuesta a la reunión del FMI y en la Contracumbre del G8 en Génova (2001) e institucionalizado en torno al Foro Social Mundial de Porto Alegre (organizado de forma alternativa a los mismos y a los elitistas encuentros del denominado Hombre de Davos). Han generado el lema otro mundo es posible.

El 11-S y el mundo actual

Los atentados que llevó a cabo Al Qaeda (una enigmática red de terrorismo islamista organizada por el millonario saudí Osama Bin Laden) contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, y la reacción estadounidense posterior, liderada por el presidente George W. Bush (guerra de Afganistán de 2001 y guerra de Irak), evidenciaron la existencia de un nuevo tipo de conflicto global que Samuel Huntington había previamente denominado con el término choque de civilizaciones (en polémica con Francis Fukuyama que había proclamado, en los tiempos de la caída de la Unión Soviética, que la historia tendía ineludiblemente hacia sistemas liberales, y que cuando éstos se conseguían, estábamos ante el Fin de la Historia). Los atentados dejaron en claro la capacidad que el propio sistema occidental (tecnología occidental, sistema económico occidental) permitía a los grupos que la utilizan en su contra; la reacción estadounidense, más allá de su éxito o fracaso relativo, demostró la gigantesca capacidad de respuesta de Estados Unidos y la solidez de su alianza con un gran número de países (OTAN, Japón, gobiernos de los países islámicos denominados moderados -monarquías del Golfo, Marruecos, Jordania, Pakistán-), al tiempo que Rusia y China evitan comprometerse y algunos países del denominado eje del mal efectuaban acercamientos a Occidente (Libia, Siria, Corea del Norte). No obstante, las divisiones existentes en la vasta coalición pro-occidental se expresaron en la diferente actitud de cada uno de los países aliados de Estados Unidos: divergencia entre la opinión pública y los gobiernos, sobre todo en los países musulmanes; resistencia de Francia y Alemania (denominados vieja Europa frente a la nueva Europa de los aliados más firmes de Estados Unidos -los antiguos países comunistas del Este de Europa, la España de José María Aznar y la Italia de Berlusconi-) a implicarse en la guerra de Irak, o la salida de las tropas españolas (tras el atentado del 11 de marzo de 2004 y la inmediata victoria electoral de José Luis Rodríguez Zapatero). Tampoco dentro de los mismos Estados Unidos la posiciones eran unánimes, sobre todo tras no encontrarse las armas de destrucción masiva que se había afirmado que poseía Saddam Husein (hecho que se había aducido como casus belli para el ataque preventivo) y otros escándalos (torturas en la prisión de Abu Ghraib y detención sin plazo ni juicio de los denominados combatientes ilegales en el centro de detención de Guantánamo).
El predominio de los Estados Unidos, única superpotencia de la escena internacional tras la desaparición de la Unión Soviética, se ve contestado, al menos nominalmente, por las declaraciones en favor de un mundo multipolar en vez de unipolar. En eso suelen coincidir, aunque en muy distintos términos, desde la postura común de la política exterior de la Unión Europea hasta la más agresiva del Irán de Mahmud Ahmadineyad (expresión del islamismo radical) o la Venezuela de Hugo Chávez (y otros líderes hispanoamericanos que en algunos casos reciben la denominación de indigenistas -Evo Morales en Bolivia-).
La crisis económica de 2008, que surgió como consecuencia del estallido de una burbuja financiera-inmmobiliaria, ha puesto en cuestión las bases del sistema financiero internacional y desatado el temor a una profunda recesión que cuestione la continuidad del sistema capitalista y el propio sistema democrático, identificados ambos en lo que se ha llegado a denominar capitalismo democrático.
El paso del tiempo demostrará si la historiografía del siglo XXI o posterior considerará que la evolución histórica entre la caída de la Unión Soviética y el atentado contra las Torres Gemelas es sólo un nuevo desarrollo de las mismas características propias de toda la Edad Contemporánea, o si se trata de una nueva época completamente distinta que justifica una nueva periodización de la historia y una renovación metodológica a la hora de tratarla por la historiografía (Historia del mundo actual, Historia del tiempo presente o Historia inmediata).

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